Confesión

12/7/09


Dicen que la confesión está en crisis. Que los católicos se han olvidado de la necesidad y de la conveniencia de acercarse al sacramento del perdón. Si hay crisis de la confesión se debe, muy probablemente, a un oscurecimiento de la fe y a un desconocimiento de la realidad de uno mismo.
La fe nos dice que la salvación que Dios nos regala llega a nosotros, de modo ordinario, a través de mediaciones humanas, sacramentales. Gracias a la mediación de la Iglesia escuchamos la Palabra de Dios, celebramos la Eucaristía y recibimos, también, el perdón.
El conocimiento propio pone de relieve nuestra limitación, nuestra insuficiencia, nuestra necesidad de una ayuda que venga desde fuera de nosotros mismos, y que sólo podemos acoger como don. No somos perfectos ni tampoco impecables. Nuestra vida se mueve en una continua contradicción entre lo que desearíamos hacer – o evitar – y entre lo que en realidad hacemos – o no evitamos - .
En su última encíclica, “Caritas in veritate”, Benedicto XVI llama la atención sobre un problema contemporáneo, que, de algún modo, nos afecta a todos: la incomprensión de lo que es la vida espiritual. Tendemos a reducir la vida interior a una cuestión neurológica o psicológica, cuando se trata de una realidad mucho más amplia: “El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir” (CV 76).
“El vacío en que el alma se siente abandonada”… Cristo, Médico de los cuerpos y de las almas, pensó seguramente en este vacío cuando asoció un efecto de gracia – el perdón – al signo sacramental de la penitencia. No hay otro lugar, en la acción pastoral de la Iglesia, que sea tan personal como la confesión. Allí se encuentra el alma con Dios, el penitente con el Dador de perdón, el que está cansado y agobiado con el Corazón de Aquel que es nuestro descanso.
Yo no sé si hay crisis o no. O si lo sé, no dispongo de estadísticas que avalen mi opinión. Pero si puedo dar fe del bien que la confesión hace a las personas y del bien que me hace a mí mismo confesarme. Dedico a este aspecto del ministerio una hora diaria. Y no me parece, en absoluto, un tiempo perdido.

Guillermo Juan Morado.

Extraído del blog La Puerta de Damasco

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