24/5/10

Fe y Liturgia

13/7/09




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La Sagrada Liturgia es el corazón y el torrente sanguíneo de la Iglesia. Nuestro acercamiento a la misma, por tanto, es capaz de transmitir claramente las creencias de la fe católica, pero también es capaz de oscurecerlas o distorsionarlas, lo que tiene claramente un efecto adverso. Si los textos y las ceremonias aprobadas de la Liturgia se siguen con fidelidad, belleza y reverencia, los fieles serán llevados, más probablemente, al sentido y a la fe en la Presencia Real. En contraste con esto, si la Misa se propone como un concierto de culto y alabanza, como una conferencia o una reunión comunitaria, entonces es mucho más probable que los fieles no vayan a tener ningún sentido o comprensión de la Eucaristía.
Por supuesto que podemos leer y hablar sobre la Presencia Real, pero es especialmente mediante la experiencia del encuentro con Cristo en la Liturgia que el corazón es movido a la fe y al amor. No considerar a la Liturgia como una parte de la solución es ignorar tanto esta realidad como la enseñanza de la Iglesia que sostiene que la Liturgia es fuente y cumbre de la fe cristiana: “es el lugar privilegiado de la catequesis [de los fieles]”, dado que “la catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental” (CATIC 1074).
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Como el Santo Padre Benedicto XVI nos ha enseñado tan profundamente en Sacramentum Caritatis, “la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada” (SC 64), y “es necesario que en todo lo que concierne a la Eucaristía haya gusto por la belleza. También hay que respetar y cuidar los ornamentos, la decoración, los vasos sagrados, para que, dispuestos de modo orgánico y ordenado entre sí, fomenten el asombro ante el misterio de Dios, manifiesten la unidad de la fe y refuercen la devoción” (SC 41).


Extraído del Blog La Buhardilla de Jerónimo

Confesión

12/7/09


Dicen que la confesión está en crisis. Que los católicos se han olvidado de la necesidad y de la conveniencia de acercarse al sacramento del perdón. Si hay crisis de la confesión se debe, muy probablemente, a un oscurecimiento de la fe y a un desconocimiento de la realidad de uno mismo.
La fe nos dice que la salvación que Dios nos regala llega a nosotros, de modo ordinario, a través de mediaciones humanas, sacramentales. Gracias a la mediación de la Iglesia escuchamos la Palabra de Dios, celebramos la Eucaristía y recibimos, también, el perdón.
El conocimiento propio pone de relieve nuestra limitación, nuestra insuficiencia, nuestra necesidad de una ayuda que venga desde fuera de nosotros mismos, y que sólo podemos acoger como don. No somos perfectos ni tampoco impecables. Nuestra vida se mueve en una continua contradicción entre lo que desearíamos hacer – o evitar – y entre lo que en realidad hacemos – o no evitamos - .
En su última encíclica, “Caritas in veritate”, Benedicto XVI llama la atención sobre un problema contemporáneo, que, de algún modo, nos afecta a todos: la incomprensión de lo que es la vida espiritual. Tendemos a reducir la vida interior a una cuestión neurológica o psicológica, cuando se trata de una realidad mucho más amplia: “El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir” (CV 76).
“El vacío en que el alma se siente abandonada”… Cristo, Médico de los cuerpos y de las almas, pensó seguramente en este vacío cuando asoció un efecto de gracia – el perdón – al signo sacramental de la penitencia. No hay otro lugar, en la acción pastoral de la Iglesia, que sea tan personal como la confesión. Allí se encuentra el alma con Dios, el penitente con el Dador de perdón, el que está cansado y agobiado con el Corazón de Aquel que es nuestro descanso.
Yo no sé si hay crisis o no. O si lo sé, no dispongo de estadísticas que avalen mi opinión. Pero si puedo dar fe del bien que la confesión hace a las personas y del bien que me hace a mí mismo confesarme. Dedico a este aspecto del ministerio una hora diaria. Y no me parece, en absoluto, un tiempo perdido.

Guillermo Juan Morado.

Extraído del blog La Puerta de Damasco

San Benito

11/7/09






Hoy es la fiesta del padre del monacato occidental, San Benito de Nursia. Comprobando el moribundo estado del cristianismo en la mayoría de países europeos debiéramos volver la mirada sobre San Benito y la orden religiosa que él fundó, los Benedictinos. Europa sin monasterios y catedrales sería otra cosa pero no sería Europa. La importancia religiosa y cultural de los monjes y monjas ha sido tan grande que, repito, sin ellos Europa no sería Europa.
San Benito de Nursia escribió una regla, la regla benedictina, para regular y organizar la vida de las comunidades de su Orden. Esta regla contiene una máxima que bien podríamos hacer nuestra, dice así , "No antepongáis nada al amor de Cristo". No anteponer nada a Cristo es también hacerlo todo por y para Cristo. Ese "nada" y ese "todo" debiera ser una constante en nuestra vida para mayor gloria de Dios. Ojalá la gentes de hoy tengan esa actitud de desprendimiento de un monje, esa actitud de búsqueda de la Verdad que nos hace libres, esa mirada limpia que en todos ha de ver a Cristo, ese deseo inmenso de encontrar, adorar y transmitir a Dios. La liturgia es el carisma particular de la Orden Benedictina, desde la clausura de sus monasterio la belleza del Culto es sublime, se cuida hasta el mínimo detalle para dar a Dios el culto más excelso, la oración más hermosa. Todo cristiano debiera participar alguna vez de la Misa en un monasterio benedictino, no quedará indeferente.


Orar por los sacerdotes

30/6/09






Comenzado ya el año sacerdotal que ha convocado el Santo Padre cabría preguntarnos qué podemos hacer cada uno de nosotros para contribuir en la fructificación de este tiempo de gracia. El sacerdocio ministerial es imprescindible para la supervivencia de la Iglesia, sin sacerdotes no hay Eucaristía. El sacerdote asume en su persona de una manera singular la persona de Cristo, no sólo cuando celebra el sacrificio de la Misa, sino en toda su vida que debe estar revestida siempre por la caridad. Esta caridad se exterioriza en intentar ser modélicos en el servicio, material y espiritual, a los fieles en comunión plena con los sucesores de los apóstoles; el Papa y el resto de obispos. Cada uno de nosotros podemos hacer muchísimo por la Iglesia y por los sacerdotes. La oración constante y sincera al Padre para que envíe obreros a su mies es muy necesaria. Debiéramos comprometernos durante este año a rezar específicamente por los sacerdotes, por la santidad de sus vidas y por las vocaciones. También tendríamos que apoyar iniciativas que enseñen a los más jóvenes a rezar. Es a través de la oración, de la relación con el Altísimo, como uno puede escuchar y discernir a qué se siente llamado.

Comprometámonos a rezar cada día, si pudiese ser ante Jesús en la Eucaristía, para que haya buenos y santos sacerdotes .

Año sacerdotal

19/6/09



La renovación de la Iglesia pasa por la reforma y renovación del clero. Todos los sacerdotes deben reconocer con humildad que siempre podrán ser mejores ministros de la Iglesia y deben poner todos los medios para que así sea. Es muy directa la relación entre la santidad de vida de un sacerdote que tiene encomendada la cura de almas y la santidad de vida de los fieles que atiende. Recemos para que este año sacerdotal, que hoy comienza, dé abundantes frutos, sobre todo, para que aumente la fe del sacerdote en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía. Sacerdotes Eucarísticos; pueblo santo.

“[…] Me dirijo particularmente a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto a Él podáis vivir vuestra vida como sacrificio de alabanza para la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podréis sacar aquella fecundidad espiritual que es generadora de esperanza en el ministerio pastoral. Recuerda san León Magno que “nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en lo que recibimos” (Sermo 12, De Passione 3,7, PL 54). Si esto es cierto para todo cristiano, lo es más aún para nosotros, los sacerdotes. ¡Convertirse en Eucaristía! Que éste sea precisamente nuestro constante deseo y compromiso a fin de que la ofrenda del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos sobre el altar, esté acompañada por el sacrificio de nuestra existencia. Cada día saquemos del Cuerpo y Sangre del Señor aquel amor libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Esto es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción por la Eucaristía; les gusta verlo transcurrir largos momentos de silencio y de adoración frente a Jesús, como hacía el santo Cura de Ars, a quien recordaremos particularmente durante el casi inminente Año Sacerdotal.
San Juan María Vianney solía decir a sus feligreses: “Venid a la comunión… Es cierto que no sois dignos, pero la necesitáis” (Bernard Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée - Son coeur, éd. Xavier Mappus, Paris 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos a causa de los pecados pero necesitados de nutrirnos del amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía. ¡No hay que dar por descontada esta fe! Existe hoy el riesgo de una secularización creciente también dentro de la Iglesia, que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones privadas de aquella participación del corazón que se expresa en veneración y respeto por la liturgia. Es siempre fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándonos abrumar por la actividad y las preocupaciones terrenas. […] ”

De la homilía del Santo Padre Benedicto XVI en la Solemnidad de Corpus Christi, 11 de junio de 2009


Es Él mismo

11/6/09


En la Sagrada Eucaristía está realmente Cristo, en cuerpo, en alma, en divinidad, todo su ser está presente en el pan y vino consagrados, transubstanciados. Es Él mismo. El mismo Dios que siempre ha existido en la segunda persona de la Trinidad Santísima, el mismo que hace más de veinte siglos se hizo carne en el vientre de María, el mismo que nos redimió en la Cruz, el mismo que resucitó de entre los muertos. Si tomásemos un poco de consciencia de esta realidad, qué fructíferas serían nuestras visitas al sagrario, nuestra participación en la Misa, qué sublime el momento de comulgar, qué acompañados y amados nos sentiríamos, qué gran Amigo habríamos encontrado, qué necesidad de buscarlo, tratarlo y adorarlo tendríamos. Decimos que creemos que es Él, pero nos falta fe, convencimiento, certidumbre. Pidamos a Cristo sacramentado que aumente nuestra fe en su presencia real en la Sagrada Hostia y que aumente nuestra piedad eucarística.