
También los investigadores del cristianismo primitivo, judíos y agnósticos, que se detienen en la figura del fundador del cristianismo le llaman "Jesús de Nazaret", pero no se adhieren a Él ni le confiesan como el Hijo de Dios vivo. (...) El evangelio de Juan nos conduce hacia la exclamación final de Tomás, como figura de todo futuro creyente: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28). El mero jesusismo no es expresión inequívoca de la devoción a Jesús. (...)
Profundizando en si lo que da vigor y consistencia interna a un modo de vivir la fe cristiana es el proyecto de Jesús, iluminado y refrescado por los valiosos estudios del Jesús histórico, entonces se tiende a que la cruz y la resurrección no ocupen un puesto prevalente ni configurador. No es que se nieguen, sino que no resultan articuladores de la vivencia de la fe, no proporcionan la savia cotidiana que riega el transcurrir de la vida de fe.
La cruz tiende a leerse como el fracaso del proyecto de Jesús, o bien como la señal inequívoca y constante de la presencia en la historia de las fuerzas que se oponen al reino de Dios. Pero resulta difícil considerar que en ella es donde realmente se da la victoria y se expulsa definitivamente al Príncipe de este mundo. No cabe duda de que la asimilación de la cruz en la vida del cristiano es un asunto nada baladí y siempre pendiente. Sin embargo, si se da una presencia de la misma es más fácil integrar los fracasos en el camino del seguimiento como algo que me vincula más al Señor, a quien se ha decidido seguir "en la pena y en la gloria" (Ignacio de Loyola).
La resurrección sana y regenera las energías misioneras. A pesar de que el Resucitado no presenta ningún proyecto concreto más allá de la comunicación de la buena noticia de que está vivo y vivifica; sin embargo, saberlo y experimentarlo genera un gran dinamismo. (...) El Resucitado genera un gran dinamismo misionero y un gran descanso. (...)
La devoción de Jesús perfora los acontecimientos de la historia de Jesús para contemplar en ella su amor por nosotros. Así la Cena y la Cruz provocan la devoción, pues se perciben como escenas densas de amor que se desborda, se dona y se derrama. La devoción a Jesús contempla sus heridas y sus llagas como las marcas de su amor por la humanidad, por mí; percibe que ellas cargaron con nuestras culpas, liberándonos de ellas. La devoción a Jesús sabe que este amor no ha sido inútil, sino vencedor, y que, por eso, nos sostiene, aguarda y espera. (...)"
Extraído del artículo "La devoción a Jesús y la singularidad de su humanidad" de Gabino Uríbarri. Publicado en la revista jesuíta "Razón y Fe".