Tras el último Concilio de la Iglesia muchos sacerdotes han modificado la correcta celebración de la Eucaristía añadiendo o suprimiendo según sus criterios personales. En muchos lugares impera una especie de "anarquía" litúrgica donde cada cual hace o deshace a su antojo. El siguiente texto es un fragmento de un artículo publicado recientemente en el L'Osservatore Romano que aborda muy bien este asunto.
"El Sacerdote es ministro, no dueño, es administrador de los misterios: los sirve y no los usa para proyectar sus propias ideas teológicas o políticas y su propia imagen, al punto que los fieles queden enfocados en él en lugar de mirar a Cristo, que está significado en el Altar, y presente sobre el Altar, y elevado en la Cruz.
Como el Santo Padre advirtió recientemente, la cultura de la imagen en el sentido del mundo, marca y condiciona también a los fieles y a los pastores. La televisión italiana, como comentario a este discurso, mostró una concelebración en la que algunos sacerdotes hablaban por teléfonos celulares.
Del modo de celebrar la Misa se pueden deducir muchas cosas: la sede del celebrante, en muchos lugares, ha descentrado a la cruz y al tabernáculo ocupando el centro de la iglesia, a veces superando en importancia al altar, terminando por parecerse a una cátedra episcopal que en las iglesias orientales está fuera del iconostasio, claramente visible hacia un lado. Esto era así también para nosotros, antes de la reforma litúrgica.
El ars celebrandi consiste en servir al Señor con amor y temor: esto es lo que se expresa con los besos al altar y a los libros litúrgicos, inclinaciones y genuflexiones, señales de la Cruz e incensaciones de la gente y de los objetos, gestos de ofrenda y de súplica, y la ostensión del Evangeliario y de la Santa Eucaristía.
Ahora, tal servicio y estilo del sacerdote celebrante, o como gustan decir, del presidente de la asamblea –término que lleva a malentender la liturgia como un acto democrático – puede verse en su preparación en la sacristía, en silencio y recogimiento para la gran acción que está por realizar; en su camino hacia el altar que debe ser humilde, no ostentoso, sin mirar a derecha y a izquierda, casi buscando el aplauso. De hecho, el primer acto es la inclinación o genuflexión delante de la cruz o el tabernáculo, en síntesis delante de la Presencia divina, seguido del beso reverente al altar y eventualmente la incensación. El segundo acto es la señal de la cruz y el sobrio saludo a los fieles. El tercero es el acto penitencial, que debe realizarse profundamente y con los ojos bajos, mientras que los fieles podrían arrodillarse como en el antiguo rito - ¿por qué no? – imitando al publicano que agradó al Señor. Las lecturas serán proclamadas como Palabra no nuestra y, por tanto, con tono claro y humilde. Así como el sacerdote, inclinado, pide que sean purificados sus labios y su corazón para anunciar dignamente el Evangelio, ¿por qué no podrían hacerlo los lectores, si no visiblemente como en el rito ambrosiano, al menos en su corazón? No se levantará la voz como en una plaza y se mantendrá un tono claro para la homilía, pero sumiso y suplicante para las oraciones, solemne si se cantan. El sacerdote se preparará inclinado para celebrar la anáfora con “espíritu humilde y corazón contrito”.
Como el Santo Padre advirtió recientemente, la cultura de la imagen en el sentido del mundo, marca y condiciona también a los fieles y a los pastores. La televisión italiana, como comentario a este discurso, mostró una concelebración en la que algunos sacerdotes hablaban por teléfonos celulares.
Del modo de celebrar la Misa se pueden deducir muchas cosas: la sede del celebrante, en muchos lugares, ha descentrado a la cruz y al tabernáculo ocupando el centro de la iglesia, a veces superando en importancia al altar, terminando por parecerse a una cátedra episcopal que en las iglesias orientales está fuera del iconostasio, claramente visible hacia un lado. Esto era así también para nosotros, antes de la reforma litúrgica.
El ars celebrandi consiste en servir al Señor con amor y temor: esto es lo que se expresa con los besos al altar y a los libros litúrgicos, inclinaciones y genuflexiones, señales de la Cruz e incensaciones de la gente y de los objetos, gestos de ofrenda y de súplica, y la ostensión del Evangeliario y de la Santa Eucaristía.
Ahora, tal servicio y estilo del sacerdote celebrante, o como gustan decir, del presidente de la asamblea –término que lleva a malentender la liturgia como un acto democrático – puede verse en su preparación en la sacristía, en silencio y recogimiento para la gran acción que está por realizar; en su camino hacia el altar que debe ser humilde, no ostentoso, sin mirar a derecha y a izquierda, casi buscando el aplauso. De hecho, el primer acto es la inclinación o genuflexión delante de la cruz o el tabernáculo, en síntesis delante de la Presencia divina, seguido del beso reverente al altar y eventualmente la incensación. El segundo acto es la señal de la cruz y el sobrio saludo a los fieles. El tercero es el acto penitencial, que debe realizarse profundamente y con los ojos bajos, mientras que los fieles podrían arrodillarse como en el antiguo rito - ¿por qué no? – imitando al publicano que agradó al Señor. Las lecturas serán proclamadas como Palabra no nuestra y, por tanto, con tono claro y humilde. Así como el sacerdote, inclinado, pide que sean purificados sus labios y su corazón para anunciar dignamente el Evangelio, ¿por qué no podrían hacerlo los lectores, si no visiblemente como en el rito ambrosiano, al menos en su corazón? No se levantará la voz como en una plaza y se mantendrá un tono claro para la homilía, pero sumiso y suplicante para las oraciones, solemne si se cantan. El sacerdote se preparará inclinado para celebrar la anáfora con “espíritu humilde y corazón contrito”.
(Extraído del blog "la buhardilla de jerónimo")
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